“Antígona, en verdad, no se suicidó en su tumba, según Sófocles, incurriendo en un inevitable error, nos cuenta.” Con estas palabras inicia María Zambrano su obra La tumba de Antígona (1967), una pieza teatral que aúna filosofía y literatura. En esas palabras iniciales se despliega el sentir zambraniano en todo su esplendor: esperanza, tiempo, delirio, amor.
Esperanza como el último sustento de la vida que permite germinar en conocimiento; tiempo para que la conciencia despierte; delirio para encontrar vínculos con la realidad cuando la realidad impide enraizar en ella la existencia; amor como sueño y sacrificio y promesa.
Estos ingredientes cuestionan el canon de manera radical, pues que Antígona no solo no se quita la vida, sino que encuentra espacios de tiempo en su delirio con los que poder renacer. ¿No estamos acaso ávidos de nacer del todo? ¿De encontrar razones del corazón a la sinrazón de los tiranos? ¿No tendremos enterrada viva una Antígona cada una de nosotras?
El delirio en Zambrano es un lenguaje y una de las más complejas formas de su razón poética, aquella razón que, en último término, permite el nacimiento de la palabra creadora, es decir, palabra de múltiples significados, palabra multívoca, palabra germinativa, palabra reveladora. Una palabra que nunca es la última. No puede serlo cuando la agonía de Europa –ensayo que publicó en 1945– sigue dejando cadáveres insepultos, sigue dejando niñas sin tierra, sigue dejando muertos anónimos, sigue delirando entre la vida y la muerte.
Ahí se encuentra Antígona. Ahí nos encontramos junto a ella porque la seguimos oyendo. Y porque mientras la historia que devoró a la muchacha Antígona prosiga, esa historia que pide sacrificio, Antígona seguirá delirando. Y no será extraño, así, que alguien escuche este delirio y lo transcriba lo más fielmente posible.
Así lo hizo María Zambrano. Así, al amparo de Zambrano, lo haremos nosotras.